Neuquén y Río Negro encabezan las ventas al exterior con su producción de peras, que dominan el mercado ruso. Un orgullo local que también revela los desafíos estructurales del sector.
La Patagonia vuelve a marcar el rumbo en las góndolas del mundo: las peras del Alto Valle —producidas en los valles de Neuquén y Río Negro— se consolidaron en lo que va del año como el principal producto argentino exportado a Rusia. En apenas cinco meses, el país envió más de 37 mil toneladas de peras, generando ingresos por encima de los 27 millones de dólares.
Detrás de ese logro, sin embargo, hay una trama compleja. Si bien los números suenan auspiciosos, lo cierto es que gran parte de la fruta exportada hacia ese destino corresponde a lotes de segunda categoría, que no logran cumplir con los estándares de mercados más exigentes como la Unión Europea. La venta, aunque necesaria para liberar stock y sostener el flujo comercial, apenas cubre costos logísticos y de producción en muchos casos.
El fenómeno genera un doble efecto: por un lado, refuerza la histórica relación entre el Alto Valle y el comercio exterior; por otro, expone la vulnerabilidad de depender de pocos compradores y de una estructura que todavía no logra asegurar sustentabilidad para los pequeños y medianos productores.
Según datos oficiales, el total exportado de peras argentinas creció un 5 % en volumen respecto al año pasado, y un 13 % en relación al promedio de los tres años anteriores. Brasil sigue liderando la lista de destinos, seguido por Estados Unidos y, en ascenso, Rusia. A su vez, el segmento de manzanas también mostró cierta recuperación, aunque con cifras más modestas.
El contexto macroeconómico, con costos en alza y tipo de cambio desfavorable, obliga a mirar con lupa lo que parece una buena noticia. El ingreso de divisas no siempre se traduce en rentabilidad para el productor, que muchas veces ve cómo su trabajo termina en pérdidas o en fruta derivada a la industria.
A pesar de todo, el sector frutícola sigue dando pelea. Las exportaciones del Valle son mucho más que un dato comercial: son un símbolo de identidad productiva, una apuesta territorial y un termómetro de cómo el país gestiona sus recursos estratégicos. El desafío está planteado: sumar tecnología, diversificar mercados, mejorar la calidad exportable y, sobre todo, garantizar que el esfuerzo de los chacareros no se pierda entre papeles de aduana y contratos que cierran en otros idiomas.