Mientras el mundo enfrenta una crisis ambiental sin precedentes, los conflictos bélicos no solo persisten: se intensifican. La reciente escalada militar en Medio Oriente entre Irán, Israel y Estados Unidos pone en evidencia cómo la guerra ralentiza las respuestas globales al cambio climático, profundiza las desigualdades y agudiza la vulnerabilidad de las regiones más afectadas.
Por Jordi Aguiar*
Leyendo el fuego: guerras en tiempos del colapso climático
Una niña corre entre los escombros calientes de Rafah. Lleva en una mano una botella vacía y en la otra, a su hermano. Él aprieta contra su pecho un cuaderno quemado, como si aún pudieran escribirse goles, palabras o sueños en sus hojas negras. El cielo, deshilachado por drones, no ofrece sombra ni tregua. El sol, cansado de mirar, castiga sin silbato ni juez.
No conocen las palabras “crisis climática”. Pero la habitan. Porque no hay agua, ni árboles, ni sombras. Solo polvo, miedo y una ciudad partida en mil silencios. No es ciencia ficción: es una postal de este mundo.
Como advirtió Dipesh Chakrabarty, la emergencia climática desarma la historia que nos contaron: aquella de naciones que marchan hacia un progreso medible, ordenado, siempre ascendente. Ahora la historia se juega en otra cancha, una más despareja, donde el rival es común pero las camisetas pesan distinto. Ya no se trata de países, sino de especie. Pero esa especie, dividida por fronteras circunstanciales, pasaportes de colores y presupuestos disímiles, enfrenta una catástrofe que es de todos, aunque duele más en algunos y aunque todos no tengamos las mismas responsabilidades.
Pensar Medio Oriente, entonces, es pensar más allá del conflicto, es pensar su territorio. Es pensar el calor insoportable como arma, el agua como botín de guerra, la tierra como herida. Es ver cómo las bombas caen sobre pueblos que ya venían ardiendo.
La crisis climática como marco geohistórico
El cambio climático no cayó del cielo. No fue un rayo ni un castigo divino. Llegó como un gol en contra marcado por todos, pero con más responsabilidad en los botines de unos pocos. No es solo una catástrofe ambiental: es una fractura del tiempo. Una grieta en la historia que nos contaron en los libros de texto, donde la Nación era sagrada, el Mercado todopoderoso y el Progreso una línea recta hacia el paraíso del consumo.
Hoy, ese relato cruje. La tierra tiembla y no es metáfora. En la era del Antropoceno, como dice Dipesh Chakrabarty, el ser humano se convirtió en fuerza geológica: mueve montañas, derrite glaciares, recalienta océanos. Pero no lo hace como especie unida, sino como civilización dividida. La historia común no es experiencia común. La atmósfera no pide pasaporte, pero las víctimas del desastre tienen nombre, dirección y, casi siempre, un sur en la biografía.
Bruno Latour lo gritó desde el fondo de la cancha filosófica: no estamos todos en el mismo partido. Algunos juegan con aire acondicionado, otros corren en el barro, sin botines ni agua en el entretiempo. El planeta no es uno: son muchos, fragmentados, desiguales. Algunos miran el apocalipsis por streaming; otros lo viven en directo, sin pausa ni señal de WiFi.
La crisis climática no suspende la geopolítica: la recalienta. La desborda. Los viejos mapas se incendian. Las nuevas guerras no solo se libran por petróleo o religión, también por sombra, por agua, por aire limpio. Ya no solo se escribe la historia con tanques: también con incendios, sequías, inundaciones. La guerra ahora también lleva un termómetro.
Y mientras tanto, los que menos provocaron esta tormenta son los que más la sufren. Como siempre.
Medio Oriente: geopolítica de la guerra bajo cielos incendiados
Junio de 2025. El mundo volvió a girar la cabeza hacia Medio Oriente. Fueron doce días de fuego cruzado entre Irán e Israel, doce días en los que el miedo tuvo puntería, las noches fueron sin luna y las infancias (arrasadas al extremo en Gaza), sin sueño. Estados Unidos intervino con la precisión quirúrgica de quien lanza una bomba y después redacta un comunicado por la paz.
Pero esta guerra no es solo un clásico entre enemigos históricos. Es una pulseada geopolítica en la región más inflamable del tablero mundial. Irán quiere jugar de local en su zona, hacer valer su camiseta entre aliados como Hezbollah o los hutíes. Israel, con la tribuna blindada por Washington, no quiere ceder ni una línea del campo. Y el petróleo sigue rodando entre ellos, marcando el ritmo del partido.
El botín ya no es solo territorio: son los corredores de gas, las rutas del litio, los mares que aún guardan petróleo. En ese contexto, la guerra no solo se juega con misiles y drones, sino con algoritmos, mercados y fake news. Las armas matan, los discursos también como también lo hace el cambio climático.
Y mientras tanto, el cielo de Medio Oriente no es azul: es gris, plomizo, a veces naranja. La atmósfera está tan cargada como las memorias de los pueblos que habitan esa tierra rota. Las fronteras no separan: propagan. Nos acostumbramos a ver imágenes de fuegos artificales en los cielos de medio oriente, escudos que se rompen y cuando amanece: la destruccion nuevamente. Una explosión en Tel Aviv hace temblar el precio del trigo en Rosario. Una base militar destruida en Irán empuja al alza el gas en Berlín. Todo está conectado, como si el planeta fuese un estadio con techo abierto y parlantes compartidos.
Allí, donde alguna vez florecieron profetas y caravanas, hoy florecen escombros. Y sin embargo, bajo los bombardeos, todavía hay niños que patean pelotas desinfladas, soñando con ser Messi y ganar el pròximo Mundial. Como si el juego, como si la vida, pudiera resistir también allí, en el mismísimo centro del incendio.
Climas hostiles: la guerra como obstáculo al tiempo ecológico
En Medio Oriente, el sol no calienta: castiga. Y la tierra, que alguna vez fue cuna de civilizaciones, hoy cruje de sed. Las nubes ya no prometen cosechas. El agua, antes río, es ahora frontera. Cada verano, el termómetro se dispara como si también estuviera en guerra. Cincuenta grados en Bagdad. Cincuenta y tres en Ahvaz. Gaza sin luz, sin agua, sin tregua.
El clima aquí no es telón de fondo: es protagonista. No espera su turno en el guion. Empuja, entra, interrumpe. Y sin embargo, en medio del colapso ambiental, los gobiernos eligen pelear otra guerra: la de los misiles, las venganzas, los territorios manchados de petróleo y sangre.
Una sequía precedió al estallido en Siria. El Éufrates mengua como si tuviera miedo. Los campos de trigo se convierten en polvo. Las cabras mueren sin balas. Las armas, en cambio, se multiplican. El último conflicto entre Irán, Israel y Estados Unidos volvió a romper lo poco que quedaba: acuerdos sobre agua compartida, plantas solares en el desierto, redes eléctricas comunitarias, hospitales de campaña que curaban más con sombra que con remedios. Todo se desintegra cuando suena la sirena.
La investigadora Nadine Machikou dice que “la guerra coloniza el tiempo”. Y vaya si lo hace. Se lleva las horas, los días, las vidas. Ocupa hasta el futuro. Mientras el planeta se recalienta, los líderes piensan en frío: en fronteras, en bombas, en viejas glorias de imperios oxidados. No hay tiempo para cooperar si todo se mide en victorias de corto plazo.
La guerra es fósil, en todos los sentidos: se mueve con petróleo, piensa como en el siglo pasado, y deja una tierra donde ni la esperanza germina.
Epílogo: el niño, la guerra y el planeta que arde
En la ciudad de Jan Yunis, al sur del territorio dominado por Hamás, jugar con un balón se ha vuelto una forma de que los menores de edad olviden la hostilidad que los rodea. Un niño corre entre ruinas, con una pelota de trapo bajo el brazo. No escapa: gambetea. No huye: juega. Aunque a su alrededor caigan bombas y el cielo se desplome como un arco sin arquero, él insiste en patear hacia adelante. Porque incluso en el infierno, hay quienes sueñan con un gol.
Ese niño, con polvo en las mejillas y soles en los ojos, no entiende de geopolítica ni de discursos de cancillería. No sabe qué es el Antropoceno ni cuánto cuesta un barril de crudo. Pero intuye que algo anda mal cuando el agua desaparece, el calor lo encierra, y cada avión que sobrevuela parece apuntarle a él. Sabe —aunque nadie se lo diga— que esta guerra no terminará cuando callen las armas. Porque seguirá latiendo en el calor que no cede, en la tierra que no da frutos, en el mundo que no da futuro.
¿Quién escribe la historia de una especie que se dispara a sí misma mientras se hunde en su propia fiebre? ¿Qué victoria vale más que un planeta vivible? ¿Cuántos tratados caben en una lágrima evaporada por el calor?
Hoy, los líderes del mundo se disputan territorios mientras el territorio común —la Tierra— se desmorona. Juegan al ajedrez con soldados de verdad, y mueven fichas sobre un tablero que se derrite. Pero los pueblos, los que ponen el cuerpo y el lomo, los que mueren primero y reconstruyen después, hace rato entendieron que la única bandera que importa es la del viento limpio, el agua clara y la paz con sombra de árboles.
Y quizá, cuando se callen los drones y las sirenas, cuando los tanques se oxiden y los mapas se redibujen, ese niño —o su hijo, o su nieto— vuelva a jugar en una cancha que no tenga minas ni fronteras. Tal vez entonces, la historia ya no sea una guerra contra el planeta. Sino un partido ganado por la vida.
*Escritor y periodista.