Las mujeres que abrieron camino en América

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Un camino que muestra la importancia de que niñas y jóvenes se sientan representadas por mujeres diversas, indígenas y afrodescedientes que ocupen espacios en la toma de decisiones. Así es como describe Txai Suruí a su madre, Neidinha Suruí, luchadora por el medio ambiente y los pueblos originarios. “Fue la primera mujer en inspeccionar áreas ocupadas por pueblos indígenas aislados en su país, en un ambiente dominado por hombres que decían que las mujeres debían estar en las oficinas, las cocinas o los consultorios de salud”, dice con orgullo. Ahora ella, a sus 26 años, sigue sus pasos. “No es fácil ser pionera”, asegura Michelle Bachelet, primera presidenta de Chile, entre 2006 y 2010, y después, entre 2014 y 2018. “La sociedad siempre ha pedido excepcionalidad a las mujeres para conseguir lo que otros heredan desde hace siglos”, apunta para hablar de Eloísa Díaz, la primera médica de Chile y un referente en su carrera política y en su vida como doctora.

Estas mujeres no hubieran llegado hasta aquí de no ser por las que lucharon antes que ellas. Como dice Leila Guerriero sobre la escritora María Elena Walsh: “Inoculó en muchos de nosotros el virus de la libertad”. Maestras, pioneras, referentes que enseñaron que sí era posible liderar su comunidad, estudiar medicina, ser escritoras de éxito o desarrollar políticas públicas que cambiaran a su país y al mundo. Sus herederas les rinden este homenaje.

María Elena Walsh, el virus

Nació en 1930. Era argentina. A los 17 publicó su primer libro de poemas que contenía versos como este: “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”.

En 1948 llegó al país Juan Ramón Jiménez que, impresionado por sus poemas, la invitó a pasar un tiempo en su casa de Maryland a modo de beca. Ella volvió cargada de la experiencia de un velociraptor de cien años, sólo que tenía 18. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo (…) Juan Ramón me destruía, y no tenía derecho a equivocarse porque él era Juan Ramón, y yo, nadie. ¿En nombre de qué hay que perdonarlo? En nombre de lo que él es y significa, más allá del fracaso de una relación”, escribió a los 27, sin permitirse ser carne de trauma ni siquiera de un gran –y genial- señor español.

Sus cambios de rumbo son una maniobra a altísima velocidad sobre pista mojada: en 1952 abandonó su destino de promesa literaria y se marchó con la folklorista Leda Valladares a París, donde cantaron bagualas y vidalas en el escenario delCrazy Horse, entre cuadros de baile consumados por señoritas desnudas. Allí empezó a escribir cosas para chicos que publicó al regresar a la Argentina. Nunca abandonó ese camino.

Hubo picos altísimos, como el libro Dailan Kifki, y decenas de canciones grabadas con su voz llena y transparente. Esa mujer que fue la banda de sonidos de generaciones, que compuso cosas tan lisérgicas como El reino del revés (Me dijeron que en el Reino del Revés/ cabe un oso en una nuez/ Que usan barbas y bigotes los bebés/ y que un año dura un mes), y clásicos como La tortuga Manuelita, fue la misma que escribió, en años en los que la palabra feminista era un insulto: “El Movimiento de Liberación Femenina es una ideología revolucionaria, no exprimida de libracos apolillados sino del cotidiano martirio de la mitad de la humanidad. Nace (…) a la vera de las camillas de ginecólogos carniceros y a contrapelo de los viejitos célibes del Vaticano que vienen diagramando la conducta sexual según conviene a los intereses de los capitales y a las fluctuaciones del mercado bélico”.