El ángel exterminador se suicidó en silencio

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Macri se evaporó: Milei ya es el dueño de la derecha.

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*Jordi Aguiar

Hay ciudades que son templos, y templos que no perdonan la herejía. El domingo 18 de mayo, Buenos Aires volvió a hablar. Pero esta vez no gritó victoria. Murmuró venganza.

En la ciudad que durante veinte años fue la incubadora de una derecha con modales de country y estética de startup, se consumó el crimen político más silencioso del siglo: la demolición de Mauricio Macri por abandono de sí mismo. No lo mató la izquierda. No lo mató el kirchnerismo. Lo mató su propio espejo. El silencio con el que se envolvió mientras su criatura política se reducía a cenizas fue, en realidad, el sonido de su epitafio.

Ese domingo, el PRO —que alguna vez fue sinónimo de la ciudad, de sus veredas limpias y sus bicisendas cool— no ganó una sola comuna. Ni una. La Libertad Avanza, con Manuel Adorni como mascarón de proa, se alzó como la nueva reina de la ciudad. El macrismo, por primera vez en dos décadas, miró desde el rincón del ring. O peor: desde la tribuna.

Y Mauricio no dijo nada. No defendió a Silvia Lospennato, su candidata. No apareció para agradecer, consolar ni proyectar. Apenas un silencio prolijo, como quien se despide de su empresa con una nota en el portero eléctrico. No hubo épica, ni duelo, ni rabia. Solo la nada. La gran nada. Como si la historia de amor entre Macri y Buenos Aires hubiese terminado sin beso, sin pelea, sin adiós. Solo con una puerta que se cierra sola por el viento.

El exterminio no empezó el domingo. Comenzó mucho antes, cuando Macri decidió jubilar a Rodríguez Larreta con la misma frialdad con la que un gerente elimina una sucursal que ya no rinde. El año electoral arrancaba, y el ingeniero ya no confiaba en su delfín. Horacio había dejado de responder a los gestos, y eso, en el código silencioso del Ángel Exterminador, equivalía a traición.

Por eso bendijo a Bullrich, la que gritaba, la que disparaba sin preguntar, la que prometía orden con olor a pólvora. Pero la bendición fue tibia, como quien lanza una piedra al mar sin querer que haga olas. Mientras el partido se incendiaba en internas, Mauricio ya pensaba en otro tablero, siempre con la actitud de ser el dueño de la pelota.

Porque en el fondo, su apuesta secreta siempre fue Milei. Lo admiraba. Lo temía. Lo veía como un espejo deformado de sí mismo: sin culpa, sin filtro, sin Juntos por el Cambio. Era como ver al yo que no se animó a ser, al que no necesitaba globos ni Focus Group. Macri apostó a dos caballos, pero alimentó en secreto al que pateaba el tablero.

Y entonces llegó la foto de Acassuso. Como en una escena de mafia berreta, el pacto se selló con sonrisas y whisky. No era una alianza. Era una entrega.

Macri creyó que podía manejar a Milei. Que podía tener un presidente sin partido y un gobierno sin territorio, todo a control remoto desde sus oficinas globales, asegurando los negocios pretendidos y las causas judiciales en su contra archivadas. Soñó con ser el tío sabio del nuevo régimen. Pero el León no vino a pedir consejos. Vino a rugir, y a devorar.

Mientras Bullrich se le arrodillaba, Larreta desaparecía, y el resto del PRO hacía fila para mendigar migajas, Milei absorbía todo: la furia, los votos, la narrativa. La derecha con peinado prolijo se volvió museo. Y el arquitecto de ese edificio —Macri— se encerró en la terraza, solo, mientras abajo ardía todo.

Macri nunca fue un estratega. No construyó su poder: lo heredó. Como tantos otros hombres del privilegio argentino, no llegó a la cima trepando, sino que lo subieron. Fue presidente porque le tocó serlo en el momento justo, con el traje planchado y el viento de frente. Gobernó con planillas de Excel y una sonrisa de cancha de golf. No necesitó entender la política, porque tenía a los que sí la entendían. Y cuando todo se le cayó encima, tampoco entendió por qué. Su lógica siempre fue la del dueño: si algo no rinde, se cierra. Si alguien molesta, se reemplaza. Si un país no funciona, se lo gerencia.

Su plan, esta vez, era de una simpleza de laboratorio: bendecir desde las sombras a un Milei disruptivo, dejarlo hacer el trabajo de demolición, y luego aparecer como garante del orden. Como el adulto que entra cuando los chicos rompen todo. Pero el experimento salió mal. Porque el monstruo no esperó que lo llamaran. Se sentó en el trono sin preguntar.

Y lo que Macri no previó fue que su propio legado era la causa de la bronca que Milei supo encarnar. Porque el que vino a prender fuego el Estado encontró la leña seca en la gestión amarilla. El “curro de la política” que el libertario denunció no era una figura abstracta: tenía nombre, apellido y boletín de calificaciones firmado por el PRO. Milei no solo capturó a su electorado: los convenció de que Macri había sido parte del problema.

Cuando el expresidente quiso corregir el rumbo ya era tarde. Intentó ser mentor, garante, asesor espiritual, pero el nuevo líder de la manada no atendía los llamados. No porque no los escuchara, sino porque no los necesitaba. Milei había construido su propio mito, su propio vocabulario, su propio clero. No tenía estructura, pero tenía fe. Y en la política argentina, eso es más que suficiente.

Lo que ocurrió este domingo en la Ciudad fue más que una elección. Fue un ritual de traspaso. Como si la Buenos Aires de Macri hubiese entregado el bastón de mando al Milei de Adorni sin necesidad de ceremonia. Se rompió la continuidad simbólica entre la derecha de los 2000 y la de hoy. La que venía de la escuela de negocios, la que hablaba de competitividad, transparencia y buenos modales, quedó sepultada bajo el grito libertario.

El PRO se quedó sin estética, sin programa y sin épica. Y eso, en la política, es una forma de muerte. Porque si algo entendió Milei —con su melena, su motosierra, su show de furia— es que los símbolos mandan. Que la política es, ante todo, una batalla de sentidos. Y que la gente vota emociones, no Excel.

Así, la nueva derecha se viste diferente, grita diferente, y sobre todo: no pide permiso. Ya no es gerencial. Es tribal. Ya no promete futuro. Ofrece revancha.

¿Dónde queda entonces el macrismo? ¿Qué les queda a los que soñaron con modernizar el Estado, tercerizar la política y ser un poco suizos en América Latina?

Les queda mirar desde el palco. Les queda ese silencio de Macri, cada vez más largo, más frío, más terminal. Como si ni siquiera él se creyera capaz de resucitarse.

Dicen que cuando un emperador cae, lo último que se quiebra no es la corona, sino el espejo. Mauricio Macri ya no se refleja en nada. Ni en los votos, ni en sus exsocios, ni siquiera en su propio partido. El hombre que alguna vez fue el CEO de la política, el dueño del GPS liberal de la Argentina, hoy es un holograma. Apenas una sombra muda que atraviesa aeropuertos con auriculares puestos, como si la política nacional le llegara con delay.

Su silencio no es estratégico. Es existencial. Porque ya no tiene a quién hablarle. No hay tropa. No hay relato. No hay causa. Solo un edificio vacío con logo amarillo y gerentes que no saben a quién reportar.

Lo más trágico no es que lo hayan jubilado. Es que se jubiló solo. Se retiró sin avisar, sin despedida, sin legado. Ni siquiera alcanzó a escribir sus memorias. Su legado más potente —y más cruel— fue haber dejado abierta la puerta para que otro, más extremo, más ruidoso, más insaciable, tomara todo lo que él fue, lo incendiara, y lo hiciera trending topic.

Y así se va Macri: no por la puerta grande, sino por la escalera de servicio. No como líder vencido, sino como ideólogo irrelevante. El ángel exterminador que creyó que podía exterminar sin mancharse, terminó borrado por la criatura que alimentó en secreto. Como todos los ex presidentes que quisieron ser oráculos y terminaron siendo silencios.

nos queda? ¿Qué es Milei sin Macri? ¿Qué es la nueva derecha sin freno, sin doble comando, sin nostalgia tecnocrática?

La respuesta no es simple, pero sí es urgente. Porque lo que se consolidó este domingo no fue solo un triunfo electoral. Fue la consagración de una nueva hegemonía discursiva. Milei no solo absorbió a la derecha: la reformateó. Le borró la sonrisa de marketing y le dibujó una mueca de guerra. Le quitó el perfume y le dejó pólvora.

Y lo más brutal es que lo hizo con los votos de los que antes aplaudían a Macri. Los mismos que pedían eficiencia, hoy exigen sangre. Los que querían reformas, hoy piden ruptura. No están buscando un gerente. Están buscando un vengador.

Macri creyó que podía domar el monstruo. Pero el monstruo no quería correa. Quería el trono.

Y lo tiene.