El planeta quema lento: cuando el clima mata más que el cáncer

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El mundo no se termina con una explosión. Tampoco con un grito. El mundo, si está terminando, lo hace en silencio, mientras dormimos con el aire acondicionado encendido. Hay quienes aún imaginan el Apocalipsis como una escena bíblica: fuego, trompetas, ciudades ardiendo. Pero en realidad se parece más a una tarde sofocante en Nueva Delhi donde el cuerpo se rinde antes que la voluntad. O a un mosquito en Tucumán que transmite dengue a una nena que no tiene repelente. O a una tos persistente en un barrio sin árboles ni sombra.

En 2024, el cambio climático mató más gente que algunos tipos de cáncer en regiones del sur global. Así, sin metáforas. Lo dice un informe científico del International Climate Health Observatory. No lo dijeron en cadena nacional. No hubo minuto de silencio. No hubo duelo. Ni siquiera apareció en los portales más leídos. Porque estas muertes no tienen el dramatismo de lo súbito. No ocurren como un atentado o un terremoto. Ocurren como una gota tibia que cae todos los días sobre la misma piedra, hasta que la rompe.

El número estremece: más de nueve millones de muertes prematuras por causas ligadas directamente al colapso climático. Es decir: por olas de calor, enfermedades respiratorias, contaminación del aire, desnutrición, enfermedades transmitidas por vectores, colapsos sanitarios, desbordes de agua contaminada. Todo eso junto. Todo eso ahora.

Y no es en el futuro. No es en 2050. Es hoy. Y no es en Noruega o en Suiza. Es en Mozambique. En el Amazonas. En Formosa. En las zonas donde la tierra ya no sabe si es barro o desierto. Donde las casas se hacen con lo que hay y las vidas se sostienen con lo que queda.

Lo más cruel del dato no es la cantidad. Es la distribución. El 80% de las muertes ocurrió en países del sur global. Es decir: en las regiones que menos han contribuido históricamente a la emisión de gases de efecto invernadero. Los que menos contaminan son los que más mueren. La injusticia es quirúrgica. Precisa. Perfecta. Y nadie se hace cargo.

Mientras tanto, en los foros de energía se siguen discutiendo cómo extraer más, no cómo emitir menos. Las petroleras anuncian inversiones multimillonarias como si fueran campañas solidarias. Y las cumbres climáticas se llenan de compromisos de cartón, de pactos que se firman para las fotos pero no se cumplen ni en las estadísticas.

¿Qué pasa cuando el clima ya no es solo un problema ambiental? ¿Qué pasa cuando se vuelve un problema de salud pública, de derechos humanos, de supervivencia diaria?

Pasa lo que está pasando. Que la fiebre no baja. Que el cuerpo del planeta tiembla. Y que seguimos sin llevarlo al médico.

En India, entre abril y junio del año pasado, murieron más de 40.000 personas por una ola de calor que llevó la temperatura a 52 grados. En Brasil, las lluvias se volvieron una plaga bíblica: 1,2 millones de personas evacuadas, pérdidas agrícolas irrecuperables y un rebrote de enfermedades infecciosas como si el siglo XIX no hubiese terminado nunca. En España, un país que solía ser sinónimo de sol y playas, se reprogramaron 12.000 operaciones médicas por exceso de calor en los quirófanos.

Y en Argentina, el mapa se empieza a deformar. Neuquén alterna entre incendios rurales y heladas fuera de temporada. En la costa atlántica ya no hay primavera: hay viento o hay agua. Y en el norte, las enfermedades tropicales ganan terreno como una marea invisible. El dengue ya no es una noticia estacional: es una estadística crónica. El Chaco argentino, como tantos otros sitios postergados, ya vive bajo una lógica de emergencia permanente.

El colapso climático no es solo un drama ecológico. Es un multiplicador de todas las desigualdades. La gente rica se muda, instala paneles solares, compra agua embotellada, prende el aire. La gente pobre se queda, suda, se enferma, y respira lo que puede.

Según el mismo informe internacional, las enfermedades respiratorias vinculadas a la contaminación del aire —uno de los principales subproductos del uso intensivo de combustibles fósiles— se han vuelto la primera causa de internación pediátrica en buena parte del sur global. Niños y niñas que nacen con los pulmones vencidos antes de decir su primer “mamá”.

Y no es solo lo físico. Es también lo que no se ve. La ansiedad climática —ese miedo difuso pero persistente a un futuro inhabitable— ya afecta al 60% de los adolescentes en países de ingresos medios. ¿Qué se le dice a un chico de 14 años que pregunta si vale la pena tener hijos?

Respirar, en 2025, es un privilegio. Tener sombra también. Dormir sin miedo a que una tormenta te arranque el techo, otro más. Ir al médico y que haya antibióticos disponibles, ya es casi lujo. Lo que hace 30 años era parte del derecho a vivir, hoy se convirtió en excepción geográfica, social y climática.

Pero no todos respiran el mismo aire, ni beben la misma agua. Y eso también mata. De a millones.

Mientras el sur global se ahoga, el norte global sigue debatiendo si abrir más pozos, si seguir subsidiando vuelos low cost, si permitir que el agronegocio siga deforestando a ritmo de paquete financiero. Las grandes potencias —las mismas que industrializaron su riqueza a fuerza de carbón, petróleo y guerra— aún no terminan de decidir si vale la pena cambiar algo. Total, el humo tarda en cruzar el océano.

¿Quién cuida a los que no emiten? ¿Quién responde por esos millones de muertes silenciosas, que no salen en la tapa de ningún diario de Wall Street?

La tragedia es doble. No solo mueren más quienes menos contaminan, sino que encima se les exige adaptarse sin recursos. Se los llama “países en desarrollo”, como si el desarrollo fuera una curva inevitable. Pero en realidad, se trata de pueblos desarmados ante un huracán que no provocaron. Y que aún así deben resistir sin paraguas, sin crédito y sin voz.

En 2022, el país batió récord de temperaturas extremas. En 2023, la producción agrícola cayó más de un 30% por sequías. En 2024, el dengue se convirtió en epidemia nacional. Las señales están ahí. No hay que leer runas ni escuchar profetas. Hay que mirar el pasto seco, la pileta vacía, el hospital lleno. Hay que escuchar al bombero que ya no da abasto, al pediatra que receta salbutamol con bronca, al abuelo que guarda agua de lluvia en baldes porque no sabe cuándo vuelve el suministro.

Hace falta otra épica. Una que no sea solo de resistencia, sino de cuidado. Hace falta una política climática que no sea solo un ítem para la COP 29, sino un plan de supervivencia para la Argentina del siglo XXI. Que entienda que la crisis ya llegó, que no va a pasar sola, y que los que más van a sufrirla no están en los palcos sino en las márgenes.

El clima no vota. Pero define quién vive y quién no.
Y si seguimos ignorándolo, no será él quien tenga que rendir cuentas. Seremos nosotros.

*Jordi Aguiar