El Poder real versus la Casta

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  • Categoría de la entrada:Actualidad / Argentina
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Plaza de Mayo un miércoles al mediodia. Entre las miles de pancartas hechas a mano, una me detiene. Dice, con letras grandes y torcidas: “A este poder real yo no lo voté”. A unas cuadras de la plaza, se escucha a una mujer explicarle a su marido: Están ahí porque metieron presa a la jefa de la «Casta».

La verdadera grieta en la Argentina de hoy no es entre kirchneristas y libertarios, ni siquiera entre peronismo y antiperonismo. Es entre quienes todavía creen que el poder se reduce a los cargos electos y quienes saben —o intuyen— que el verdadero poder ni se elige ni se va.

Hablar de casta es nombrar al mensajero y dejar intacto al dueño del medio de producción del mensaje. Decir casta, así, sin más, es dispararle al reflejo en el espejo y dejar que el verdadero rostro del poder siga intacto. El poder real no entiende de democracia ni de Estado de derecho: tolera las elecciones como quien tolera el mal tiempo, sabiendo que en última instancia siempre define en los bordes de la democracia.

Desde la crisis financiera global de 2008 —ese desmoronamiento que empezó en Wall Street y terminó golpeando la puerta de cada hogar del sur global— el mundo ya no es el mismo. Lo que cayó no fue solo un banco. Fue una idea: la ilusión de que el mercado se regula solo, de que el derrame algún día alcanzaría el vaso de los sedientos. Lo que vino después fue un banquete de buitres: evasión fiscal institucionalizada, tecnofeudalismo, plataformas digitales que concentran riqueza y datos a niveles nunca vistos. Y mientras tanto, el cambio climático arrasando con los deltas del sur, inundando barrios pobres, secando cultivos de pequeños productores. En 2024, el cambio climático ya mató a más personas que muchos tipos de cáncer, según estudios de la OMS y la revista The Lancet, que advierten sobre la explosión de enfermedades respiratorias, olas de calor letales, hambrunas, y desplazamientos forzados. Los del norte hacen promesas verdes, pero siguen emitiendo más que nadie. La desigualdad no solo es económica: también es atmosférica.

Byung-Chul Han dice que hoy el poder no reprime: seduce. Que la libertad ha sido reemplazada por la autoexplotación alegre. Que el sujeto contemporáneo es esclavo y patrón a la vez, con el celular como grillete y la ansiedad como látigo. Las redes ya no son foros democráticos, sino arenas de combate donde se baten a duelo las miserias personales mientras el poder real —ese que no tiene perfil público— observa, calcula, invierte.

La casta es visible. Tiene nombre, despacho, chofer y cuenta verificada. El poder real no necesita visibilidad: le basta con la permanencia. La casta puede equivocarse, caer, ser reemplazada. El poder real sobrevive a todos los gobiernos. Es el CEO que decide una inversión, el fondo que define el precio del dólar, el juez que interpreta la ley como si fuera un oráculo. Es ese consejo de administración que nadie eligió pero que condiciona más que cualquier congreso.

Ese poder real no solo no se somete al voto: tampoco rinde cuentas, ni actúa con transparencia. Su lógica no es la del bien común sino la de la rentabilidad. No planifica el futuro colectivo, sino la maximización del beneficio privado. Y así, cuando define políticas públicas desde las sombras, cuando presiona por reformas que favorecen su interés exclusivo, socava las bases mismas de cualquier desarrollo que pretenda ser justo, inclusivo y sostenible. Afecta la soberanía económica, recorta derechos laborales, impone ajustes que recaen sobre los sectores populares. Condiciona, en definitiva, la posibilidad de imaginar otro país.

En la literatura, ese poder innombrable ha tenido muchas formas. Es el Gran Hermano de Orwell. Es Sauron, el ojo que nunca duerme. Es Palpatine, el emperador que no muere. Es ese monstruo con mil cabezas que aparece en todas las distopías, y que en América Latina no es ficción, sino historia cotidiana. Como en las novelas de Saramago, el sistema se vuelve laberinto, y el ciudadano, apenas un número buscando salida.

Hubo quienes se animaron a nombrarlo. A decir Techint, a decir Clarín, a denunciar a los grupos que nadie denuncia. Hubo quien incomodó, quien no mintió, quien señaló. Y por eso se la castiga. Porque cuando se nombra al poder real, el telón se corre y se ve el mecanismo. Y ya no hay vuelta atrás.

Javier Milei, en cambio, armó su narrativa alrededor del concepto de “casta”. Lo convirtió en bandera, insulto, meme, remera. Pero la casta también lo contiene, lo necesita. Porque sin casta, no hay Milei. Y sin Milei, la casta no tendría a quién temer. Su guerra no es contra el poder real, sino contra sus ex compañeros de set televisivo.

Mientras algunos intentaron reescribir el libreto, él actúa como un personaje de The Boys dirigido por un algoritmo: explosivo, eficaz, prescindible. Donde otros buscaron emancipación, él ofrece espectáculo. Donde se propusieron reformas, él ofrece destrucción. Todo rápido, todo furioso, todo efímero.

Y aun así, en este país inclinado como un metegol viejo, el pueblo argentino encuentra formas insólitas de equilibrio. Coopera, cocina, enseña, abraza. Resiste como puede: en una biblioteca popular, en una murga, en un aula sin gas. Como dice una canción: “a pesar de todo, sigo andando”. Hay una épica silenciosa que no necesita épica. Una forma de organización horizontal que escapa a los radares del poder real. Y es ahí, en esa insistencia cotidiana, donde se dibuja la posibilidad de otro mundo.

La pregunta es brutal y sencilla: ¿cómo construir una nación donde el desarrollo colectivo no choque de frente contra los intereses de una minoría que jamás se somete al voto? ¿Cómo torcer una historia escrita por los que siempre ganan?

Ese interrogante sobrevuela las ferias barriales, las aulas sin ventanas, los techos de chapa. Porque mientras discutimos la casta, el poder real define qué se come, qué se importa, qué se educa. Hablar de casta es nombrar al mensajero. El poder real, en cambio, es el dueño del mensaje.

Por eso, cuando vuelva a ver esa pancarta —la misma, o una nueva— entre banderas, redoblantes y puestos de choripán, la leeré en voz alta. Tal vez otros hagan lo mismo. Tal vez, allí, entre el grito y el eco, empiece la política real. Esa que no pregunta quién grita más fuerte, sino quién señala con más claridad.

“A este poder real yo no lo voté”. Y sin embargo, aquí está. Pero también estamos nosotros. Y eso, a veces, alcanza para empezar de nuevo.