La culpa cool: cuando renunciar a tus ideas garpa más que defenderlas.
Por Jordi Aguiar*
Fito Páez tiene 63 años y dice que ya no piensa como a los 55. Como si ocho años bastaran para jubilar una convicción. Como si los ocho años que separan los 55 de los 63 le hubiesen enseñado más que toda su vida. También dijo que el «marxismo cultural» le parecía una pavada, como si hablar de feminismo, memoria, derechos humanos, discapacidad o salud mental fuera un berrinche de adolescentes progres. Como si aquellos que todavía creemos en un mundo menos cruel estuviéramos atrasados con la moda.
Pero Fito no está solo. Está en buena compañía: la de los ex todo. Ex militantes, ex poetas, ex indignados. Gente que alguna vez marchó con las Madres, que cantó con el puño en alto, y que ahora prefiere el susurro tibio de la corrección. Un progresismo culposo, arrinconado, que repite las etiquetas del sayo que el adversario le impone. Que pide perdón y pide permiso, que se siente y se sienta impotente, a quejarse de una sociedad que no se moviliza lo suficiente para limitar la crueldad, según su propia óptica de frustración.
La crisis financiera del 2008 no solo quebró bancos. También quebró certezas. Los Estados, que alguna vez fueron el arquero confiable del partido, se quedaron sin manos. La pelota la tienen las corporaciones, los fondos buitre, las tecnológicas que facturan más que países. Y las clases medias, sin red ni tribuna, comenzaron a caer. No fue una crisis: fue una goleada. Seguir responsabilizando de todo malestar social a los políticos es la mayor victoria del poder real.
En ese contexto, los populismos de derecha entraron a la cancha con discursos recalentados, pero goles efectivos. Trump, Musk, Milei: un tridente team del cinismo. Mientras tanto, el progresismo se enredó en sus propios dogmas, discutiendo con pretensiones nobles en un juego que ya era de piñas, no de pases. El progresismo, la centro izquierda, el campo nacional y popular o cuya etiqueta haya que ponerle ahora a ese amplio espectro que cree en la construcción de un país independiente y soberano, quedó atrapado en el casillero de la culpa, agobiado por su necesidad de disculparse antes que de disputar.
Mark Fisher avisó: el realismo capitalista nos convenció de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Slavoj Žižek insistió en que el cinismo moderno no es ingenuo, sino orgullosamente ignorante. Y Byung-Chul Han nos recordó que la transparencia total no es libertad, sino vigilancia. La pelota está pinchada, el entretiempo terminó, y algunos siguen esperando que el árbitro cobre falta o el Var esté al servicio de la justicia.
En la Argentina de Milei, la batalla cultural se da también en la pantalla de los pibes. Pakapaka, aquel canal donde Zamba recorría la historia nacional abrazando la diversidad, ahora convive con una nueva serie animada protagonizada por una versión infantil de Milton Friedman. No es metáfora: es programación oficial.
La nueva tira animada, llamada Los Defensores de la Libertad, presenta a un niño “liberal clásico” que denuncia al socialismo como un mal endémico y predica las virtudes del mercado como si fueran mandamientos revelados. Mientras tanto, Zamba fue “renovado” para volverse menos político y más “aventurero”. Así, donde antes se recorría la historia con preguntas, ahora se la salta con consignas. El contraste no es casual: mientras a los gobiernos progresistas se los acusó de adoctrinar, hoy se introduce, sin disimulo, un discurso de derecha explícito en la TV pública infantil. Se reemplaza la pedagogía crítica por una catequesis empresarial.
No es educación: es marketing ideológico del más vetusto; un panfleto de coaching disfrazado de dibujo animado. Y no lo decide un equipo de pedagogos, sino un gobierno alineado con influencers que llaman a dinamitar el Estado. Es la batalla cultural librada desde las pantallas, con guion de CEO y estética de start-up.
Como advirtió Wendy Brown, el neoliberalismo ya no necesita convencer: solo necesita repetir. Y ahora lo hace desde el control remoto. Con algoritmos que entrenan a dudar del Estado antes de conocerlo, con narrativas que glorifican la competencia como si la vida fuera un reality show. En ese escenario, Fito y otros tantos abandonan el canto de protesta para volverse coristas del cinismo.
Cuando América Latina se tiñó de gobiernos progresistas, lo hizo con contradicciones, sí, pero también con victorias. Sesenta millones de personas dejaron de ser pobres, según la CEPAL. En Argentina, entre 2003 y 2009, la clase media se duplicó según el Banco Mundial. La universidad se llenó de hijos de laburantes, la ciencia volvió a tener presupuesto, la cultura respiró con dignidad.
Pero claro, tocar intereses no sale gratis. Por supuesto que hay que revisar errores, presunciones y perspectivas de derechos que tienen que ver con una sociedad que ya no existe. Pero los datos son irrefutables, los problemas que tenìa la Argentina en 2015 se han agravado y todo ha sido en detrimento de los laburantes, son quienes vienen pagando un ajuste de más de una década -junto a jubilados, enefermeros, medicos, policias, docentes y demás empelados públicos-. A esos gobiernos no los persiguieron por corruptos, sino por redistribuir. Por creerse con el derecho de meter la mano en el bolsillo de los de arriba para darle una beca, una casa, una jubilación a los de abajo. Como dijo Thomas Piketty, cuando el Estado redistribuye, las élites sacan los dientes. Y entonces activan su maquinaria: medios, jueces, fondos buitres.
Fito olvida, o elige olvidar, que muchas de esas gestas vinieron de militancias que entregaron su juventud, su salud, su vida. Que las luchas por el aborto legal, los juicios a genocidas, la inclusión de personas con discapacidad o con padecimientos mentales, no cayeron del cielo ni de Spotify. Se pelearon en la calle. Se pagaron caro.
Y lo que es peor: olvida que la extrema derecha de hoy no propone un futuro, sino una venganza, también hacia los artistas populares, como él. En un mundo donde las corporaciones valen más que los Estados, el poder popular no puede darse el lujo de desmovilizarse. La batalla es desigual. Y si no hay sociedad movilizada, hasta el gobierno más valiente acaba prisionero de la bicicleta financiera.
Fito, que supo escribirle canciones a la democracia herida, ahora desafina para el oído de quienes lo desprecian. Quizás cree que bajando el tono lo van a querer más. Pero no. Su público real no está en los trolls ni en el 56% que votó a Milei en el balotaje. Está en las pibas que bailan sus canciones en la marcha del orgullo. En los docentes que lo tararean mientras corrigen. En las madres que limpian con la radio prendida.
No se trata de exigirle pureza a nadie. Pero sí de recordar que el arte popular tiene una historia, un sentido, una trinchera. Y que cuando se vuelve condescendiente con quienes odian esa historia, se vacía de pueblo. Fito no entiende de burbujas algorítmicas. No ve que su intento de agradar al quien lo considera su enemigo le sale no remueve la consideración negativa que la exrteema derecha contra él tiene.
La cancha está embarrada, sí. La hinchada confundida, también. Y los nuevos ídolos ni siquiera abrigan utopías: venden relatos narcisistas y sexualizados, como si el mundo fuera una pasarela sin memoria. Pero mientras haya un pibe que escriba una rima desde el barrio, una piba que dibuje una bandera con glitter y rebeldía, un viejo que recuerde que cantar también es luchar, el partido sigue. Y aunque Fito se haya ido al vestuario, nosotros seguimos jugando.
Porque como decía el Diego, al que nunca le tembló la zurda: la pelota no se mancha; las convicciones tampoco.
*Escritor y periodista.