*Jordi Aguiar
Cada miércoles, el Congreso Nacional se convierte en una postal que oscila entre el absurdo y la tragedia. Vallas metálicas de dos metros de alto, cientos de efectivos con escudos opacos y bastones en mano, patrulleros encendidos. Del otro lado, abuelos y abuelas con rodillas vencidas, mochilas colgando de un hombro y pancartas escritas con pulso tembloroso. “No me alcanza para el pan”, dice una. “No quiero morir mendigando”, se lee en otra.
Germán, 78 años, jubilado docente, arrastra una valijita con ruedas. No lleva ropa ni libros: adentro tiene un termo y dos tazas. “Vengo todos los miércoles a poner el cuerpo. Ya nos sacaron todo, que no nos saquen también el derecho a protestar”, dice, mientras la Gendarmería ajusta su formación detrás de él.
Desde mediados de 2024, las políticas de ajuste impulsadas por Javier Milei no solo recortaron sus pensiones, también intentaron recortarles la esperanza. Pero allí están ellos, de pie, exigiendo no limosnas, sino la justicia elemental de una vida digna.
El precio de envejecer en la Argentina de Milei
En la Argentina actual, envejecer se ha vuelto una condena silenciosa. El haber jubilatorio mínimo, que ronda los $279.121 y se complementa con un bono de $70.000, apenas alcanza los $350.000 mensuales. Esa cifra, repetida como mantra oficial, se vuelve cruel cuando se la enfrenta a la realidad: según la Defensoría de la Tercera Edad, la canasta básica para un adulto mayor supera los $850.000. Es decir, el Estado apenas garantiza un tercio de lo necesario para que un jubilado viva con dignidad.
Pero las cifras, por duras que sean, no alcanzan a traducir el desamparo. Detrás de cada número hay historias como la de Irma, 74 años, que dejó de comprar sus medicamentos para poder pagar el alquiler. O la de Don Ernesto, 81, que vende turrones en la calle Florida porque la jubilación no le alcanza ni para cubrir los servicios.
Desde que asumió Javier Milei, el ajuste no ha sido solo un concepto macroeconómico, sino una soga que se tensa sobre las vidas de quienes ya lo dieron todo. La eliminación de beneficios como los medicamentos gratuitos del PAMI, sumada a los aumentos en luz, gas y transporte, no solo recorta derechos: también recorta el tiempo que les queda.
La represión como política: el costo de silenciar a los jubilados
La respuesta estatal ante estos reclamos ha sido la represión. El Ministerio de Seguridad, comandado por Patricia Bullrich, ha invertido más de $2.800 millones en equipamiento antidisturbios: granadas de gas, aerosoles de gas pimienta, escudos, chalecos. Cada operativo semanal frente al Congreso cuesta alrededor de $254 millones, lo que equivale a 726 jubilaciones mínimas. Hasta ahora se han realizado 20 movilizaciones, lo que representa un gasto estimado de $5.080 millones.
El recientemente fallecido Papa Francisco en un evento para conmemorar los diez años del primer encuentro de los Movimientos Populares, llevado a cabo en el Vaticano criticó duramente el accionar del gobierno de Javier Milei: «El Gobierno se puso firme y en vez de pagar la justicia social pagó el gas pimienta, le convenía. Ténganlo en cuenta eso”. No fue una declaración cualquiera. Desde el Vaticano, y ya enfermo, el Papa Francisco eligió apuntar con claridad al corazón del problema…
Elena, 73, enfermera jubilada, cuenta que hace un mes se descompensó durante una marcha y terminó en el hospital Ramos Mejía. “Me dieron suero, me dejaron sola y me dijeron que me fuera caminando. Como no podía, me senté en un banco. Después vino un policía a pedirme el documento.”
En la república de los números, la represión se ejecuta con precisión presupuestaria. En la república de la memoria, cada miércoles queda grabado como una herida que no termina de cerrar.
La dignidad no se jubila
Lo que comenzó como una hilera frágil de bastones y pañuelos, se transformó en un movimiento que desborda generaciones. Cada miércoles, a la par de los jubilados, caminan delegaciones sindicales, agrupaciones sociales, jóvenes estudiantes y hasta hinchas de fútbol que llegan con bombos y banderas para poner el cuerpo entre la policía y quienes solo llevan el peso de los años. “Nosotros venimos a cuidarlos, porque ellos ya lo hicieron por nosotros”, dice Martín, 24 años, con la camiseta de All Boys y una mirada encendida.
La represión, lejos de sembrar miedo, ha germinado indignación. Las imágenes de ancianos empujados por escudos y rociados con gas lacrimógeno provocaron una ola de solidaridad transversal, como si el país despertara por un instante de su letargo neoliberal. En tiempos donde el Estado se desentiende, el abrazo colectivo se vuelve trinchera.
La Argentina de hoy se mira en un espejo roto: en uno de sus fragmentos se ven jubilados reclamando por sus derechos, y en otro, el reflejo blindado de un Estado que responde con gases, no con respuestas. La tensión entre el ajuste fiscal y los derechos sociales ya no es un debate teórico: es una herida abierta en la calle. Que se gasten miles de millones para reprimir a quienes apenas sobreviven con un tercio de la canasta básica interpela no solo al gobierno, sino a toda la sociedad. Cuando la dignidad se convierte en protesta, y la protesta en amenaza, tal vez sea hora de repensar en qué manos hemos dejado la brújula de lo humano.