Pepe Mujica: El último revolucionario latinoamericano

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*Jordi Aguiar + IA

No hay muerte que nos prepare para perder a quienes se convirtieron en faro. Pepe Mujica, el hombre que vivió con la sencillez de los sabios y habló con la ternura de los que conocen el dolor, ha partido. Y con él, se va algo más que un expresidente: se va un símbolo, un pedazo de historia viva, uno de esos pocos capaces de convertir las cicatrices en lecciones, y la derrota en dignidad.

Hoy Uruguay llora a uno de los suyos, y América Latina entera despide a un revolucionario que no necesitó uniforme ni palacio para ejercer el poder más difícil: el del ejemplo. Mujica fue guerrillero, preso político, legislador, presidente. Pero sobre todo, fue coherente. “Pobres no son los que tienen poco. Pobres son los que quieren mucho”, solía decir, con esa filosofía de campo que mezclaba lucidez y ternura.

Y ahora que se ha ido, uno quisiera creer que en alguna ruta polvorienta del sur, allá donde no llegan los noticieros, un viejo Fusca celeste sigue avanzando lento, como si aún lo llevara, con la ventana baja y el alma en alto, hacia algún rincón donde todavía valga la pena soñar.

«Pertenezco a una generación que quiso cambiar el mundo; fui aplastado, derrotado, pulverizado, pero sigo soñando que vale la pena luchar para que la gente pueda vivir un poco mejor y con mayor sentido de igualdad». En estas palabras habita la esencia de Mujica, aquel que nació varias veces: primero guerrillero, luego preso político durante trece años, después constructor paciente de democracia. Fue tal vez el último sobreviviente lúcido de una generación que transformó el mundo armado de sueños incendiados en La Habana, en París, en Montevideo. Mujica deja una herencia hecha de tierra fértil, semillas educativas sembradas al amparo de Paulo Freire, y una dignidad que el poder jamás consiguió arrebatarle.

“La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será”, escribió alguna vez Eduardo Galeano, acaso pensando sin saberlo en aquel joven Pepe Mujica que soñaba con cambiar el mundo en medio de un país en llamas. Mujica integró el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una guerrilla urbana nacida en los años sesenta que buscaba desarmar un país injusto y devolverle la dignidad a un pueblo silencioso y olvidado. Fueron tiempos duros, confusos, donde los ideales germinaban rápido en corazones dispuestos a todo, incluso a morir por la libertad.

En 1973, cuando Uruguay cayó en las tinieblas de una dictadura brutal, Mujica llevaba encarcelado mas de un año. Trece años pasó encerrado en una celda, sometido a aislamiento, torturas, humillaciones. Pero mientras la dictadura intentaba doblegar su cuerpo, él resistía alimentando un fuego interior hecho de esperanza, pequeñas victorias cotidianas y la obstinación silenciosa de quien sabe que sobrevive para contar lo que otros no pudieron. Como los personajes de Onetti, supo vivir en el encierro sin perder la lucidez; como los héroes de Benedetti, convirtió su resistencia en un silencioso acto de amor hacia el futuro. El tiempo, al final, le dio la razón.

Cuando salió del encierro, con el cuerpo marcado por el tiempo y los ojos más brillantes que nunca, Pepe Mujica decidió que todavía había batallas por librar, aunque esta vez sin armas, sin la pólvora amarga del pasado. Se sumó al Frente Amplio, esa casa grande y variopinta que parecía destinada a cumplir los sueños postergados de generaciones enteras. Y fue así como Mujica dejó atrás la sombra del guerrillero para convertirse en constructor paciente, artesano incansable de una democracia nueva, limpia, humana, hecha a la medida de la esperanza.

Ganó la presidencia en 2009, y desde entonces el mundo supo de ese presidente extraño, casi salido de una novela de Saramago: el hombre austero que gobernaba desde una chacra sencilla, que donaba la mayor parte de su salario y prefería hablar del cultivo de flores que de tratados internacionales. Su gobierno impulsó políticas sociales que rescataron del olvido a miles de uruguayos, redujo la pobreza con dignidad y defendió una democracia hecha no solo de palabras, sino de pan, educación y libertad.

Su legado siguió latiendo, terco como el viento en Montevideo. Yamandú Orsi, discípulo de su escuela humanista, acaba de ganar las elecciones. Mujica ha muerto, pero sigue vivo en quienes creen todavía en sus sueños inconclusos.

“La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”, decía Paulo Freire con la calma radical de quien sabe que una verdad así no necesita estridencias ni grandes discursos. Pepe Mujica abrazó ese pensamiento, lo hizo suyo como quien se aferra a una certeza indispensable, sabiendo que entre el hambre y el conocimiento solo había una distancia llamada dignidad. Para él, educar no era únicamente llenar aulas, sino abrir puertas, multiplicar ventanas, iluminar rincones oscuros que la pobreza y el olvido habían mantenido clausurados durante generaciones.

Como los personajes de Benedetti, creía que la esperanza era una cuestión cotidiana, que se enseñaba en las aulas humildes y en las plazas de pueblo; que la mejor manera de combatir la desigualdad era ofrecer herramientas para pensar, para decidir, para soñar. Mujica admiraba profundamente a Freire y lo citaba con frecuencia, convencido de que solo la educación popular, honesta y revolucionaria podía rescatar de la marginación a millones de latinoamericanos.

“Si no educamos, estamos condenados al fracaso”, insistía siempre, con esa obstinación de quien sabe que la libertad se aprende primero en la conciencia. Quizá por eso impulsó como pocos la inversión en educación, confiado en que ese sería el legado más perdurable de su presidencia: ciudadanos capaces de transformar el mundo desde adentro.

Pepe Mujica fue el último testigo lúcido de un tiempo incendiado por los sueños. Pertenecía a esa generación rebelde que vio cómo las calles de La Habana se llenaron de barbudos victoriosos, cómo en las barricadas de París brotaban poemas junto a piedras y adoquines. Una generación marcada por la urgencia de lo quimérico, aquella que exigía “ser realistas y pedir lo imposible”, como cantaban los muros del Mayo Francés. Mujica bebió de esas fuentes; respiró aquella atmósfera de revolución que recorría el mundo y llegó hasta Montevideo, donde la utopía aún parecía posible.

Así, en el alba del nuevo siglo, la memoria de esas luchas renació en América Latina. En Brasil, Lula puso en marcha un país dormido; en Argentina, Néstor y Cristina Kirchner devolvieron la esperanza a millones de olvidados; en Bolivia, Evo Morales le dio voz a los que nunca habían sido escuchados; en Venezuela, Chavez devolvió la existencia a millones de nadies y en Ecuador, Rafael Correa escribió nuevos capítulos de dignidad colectiva. Mujica formó parte de esa constelación progresista que soñaba con una América Latina unida, justa, solidaria, humana.

Como los personajes taciturnos de Onetti, cargaba en sus ojos las cicatrices del pasado, pero como los protagonistas de Benedetti y Saramago, supo caminar hacia adelante, convencido de que la historia siempre tiene segundas oportunidades para quienes insisten en soñarlas.

Pepe Mujica murió, pero la muerte no alcanza para extinguir una vida tan llena de semillas. Semillas que fueron cayendo una a una, lentas, silenciosas, en tierras fértiles y áridas, en corazones dispuestos a germinar nuevos sueños. Su lucha trascendió generaciones porque en ella latían verdades simples, esenciales, que no envejecen con los calendarios ni caducan con los discursos oficiales. Mujica se fue dejando atrás un país distinto y una América Latina que aún busca espejos donde reconocerse, donde recuperar la dignidad que alguna vez quiso ser arrebatada.

Quizá su legado más valioso haya sido vivir como pensaba, gobernar como sentía y resistir como soñaba. Fue un hombre ético, un político honesto y un revolucionario silencioso, sin estridencias ni fanfarrias. Ahora que ya no está, quedan sus palabras para recordarnos que la verdadera victoria no reside en la gloria, sino en la voluntad obstinada de continuar: “Triunfar en la vida no es ganar, es levantarse y volver a empezar cada vez que uno cae”.